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Inauguramos este espacio con un texto de José Luis Brea, a modo de sincero homenaje.

Sobre la red. (Algunos pensamientos sueltos).
por José Luis Brea

"La única forma de hablar con Andy es por teléfono. Entonces tiene el deflector de ese aparato y hablará a través de su protección" 
H. Geldzahler, Andy Warhol 
"A estos sistemas centrados, los autores oponen sistemas acentrados, redes de autómatas finitos donde la comunicación se hace de un vecino a cualquier otro, donde todos los individuos son intercambiables, se definen únicamente por un estado en tal momento, de manera que las operaciones locales se coordinen y que el resultado final se sincronice independientemente de una instancia central" 
Deleuze-Guattari, Rizoma 
"Estas singularidades, sin embargo, comunican sólo en el espacio vacío del ejemplo, sin estar ligadas por propiedad alguna común, por identidad alguna. Están expropiadas de toda identidad para apropiarse de la pertenencia misma, del signo E. Tricksters o haraganes, ayudantes o toons, esos son los ejemplares de la comunidad que viene" 
G. Agamben, La comunidad que viene 

 

Seguramente, lo singularísimamente propio de la red es que ofrece una situación conversacional absolutamente inédita. En ella no comparece el habla -aún en los chats hablados la palabra de la voz propia es mediada por un deflector que la sintetiza- y a causa de ello cualquier ilusión de estabilidad en las economías de la producción o transmisión del sentido -queda por completo excusada. 
Incluso cuando el chateo se hace en supuesto tiempo real, se abre entre cada envío y cada recepción, entre cada pensamiento y su tecleado, un microtiempo inevitable. En él se abisma, para despeñarse a las profundidades de lo olvidado, cualquier ilusión de simultaneidad. La red produce la ilusión de compartir lugar -pero en cada uno de sus extremos se habita un tiempo interno propio, radicalmente separado. Si la ilusión de la presencia plena del sentido en la palabra se alimenta de la engañosa impresión de inteligencia mutua que -en la experiencia de la conversación "en vivo"- produce la simultaneidad del acto de habla y del de escucha, tenemos aquí explicado por qué el acto de encuentro que se produce en la red queda por completo liberado de esa "presión del sentido". 
El internauta es un navegador de las rutas del significante, que conoce la infranqueable distancia que separa a éstas (todavía) de las del sentido. 

 
Dicho de otra forma: el que "habla" en la red no está allí donde "su" palabra; habita un delay insuperable con respecto a ella. La palabra que circula es siempre anónima, escritura sin sujeto. Lo que ella dice, lo dice ella -carece por completo del supuesto-sujeto que la enuncia. 
El chat es un juego de tardosurrealistas -productores de genuinos cadáveres exquisitos- entregados a la suculenta experiencia de comprobar cómo el texto habla sólo en tanto circula -y, si acaso, en tanto en su circular "les pronuncia". 

 
No se trata aquí nunca -por tanto- de la palabra, sino del texto. No del logos, sino del grafo, no del verbo -sino de la escritura. Una escritura que es intercambiada bajo un régimen en cierta forma arqueológico, originario, de orden antropológico. El régimen en que todavía los signos eran intercambiados como objetos, en su oscura y esplendorosa materialidad. No como portadores de un significado, todavía, sino antes que nada como testigos de un enlazamiento, del establecerse gratuito de vínculos entre semejantes, entre los cualesquiera de una comunidad -fabricada precisamente por ese rito. 
El internauta es un neoprimitivo entregado a reexperimentar el trueque, el ritual primigenio del don. 
  
 
El don que se intercambia en la red es el don sagrado de la escritura, del grafo primigenio. Es una escritura remota, primera. Una escritura-gramma, una escritura-signo, que no podríamos diferenciar de la pura imagen, del puro gesto gráfico. En la red, escritura e imagen disfrutan el mismo estatuto -de ambas se tiene una misma experiencia. Llegan a nosotros como un envío llegado de lejos, materialidad rebosante de "intención" y no de significado, de voluntad y no de representación, como efectos cargados de una finalidad principal: la de prestar testimonio del existir de un otro. 
Nuestra primera mirada se anega en el reconocimiento de esa calidad grafomaquínica, libidinal: intensiva, muda y material. 

 
No debe nunca menospreciarse -se ha dicho- el poder de la imagen. Ella aquí reina. 

 
Podemos entonces empezar a leer -o no empezar. Sino, indiferentemente entregados a la experiencia de la pura superficie y visualidad de los signos, "mirar" los textos como miramos las imágenes -como testigos o huellas, como meros rastros del existir del otro. 
Seguramente, el máximo potencial subversivo del medio reside en esta propiedad. En la red, la colisión de los regímenes de la imagen y la escritura es absoluta. Y su subversión recíproca: aleja a la escritura de la palabra -del sentido como ya dado- pero también a la imagen de su inocuidad, de su valor de representación. Ella -y aquí esto también se hace evidente- ha de ser leída, interpretada. 
Como la escritura, infinitas veces. 
Ninguna mirada -ninguna lectura- las agota. 

  
La red -como ilimitado club de "lectores" de imágenes, como sociedad secreta de un innumerable número de "mirones" de escrituras, de grafemas

  
La naturaleza misma de la escritura -que se revela con más nitidez al estar puesta en la red, toda vez que el dispositivo "libro" no pesa sobre ella para forzar su unidimensionamiento temporal en un eje único de legibilidad- es multidimensional, se expande en direcciones varias, recorribles sin un orden prefijado. Es el poder de la palabra, y su darse como sonido en el tiempo, el que impedía percibir la multidireccionalidad que es propia del grafo: Una escritura que estalla en todas direcciones, y se conecta en todas direcciones, para la que no hay un antes y un después, para la que el espacio no es determinación de orden, sino potencialidad de encuentro. 
Qué alucinante fuerza no tendría una imagen que, como la escritura, acertara a encontrar una posibilidad de desarrollarse así: multidireccional y no sucesiva, abierta y no estatizada. De un lado, todo el poder de la imagen detenida -de la obra "plástica", cuya renuncia a "suceder" en el tiempo carga a la imagen de un poderosísimo potencial interno, de un existir fuera del tiempo -en el tiempo de su significancia que la posteridad de las lecturas habrá de abrir. 
Del otro, todo el poder del cine, del relato -pero ya no sometido al eje unilineal de la propia duración, del darse de las cosas (que por darse en un mismo lugar, habían de ocurrir, hasta ahora, unas antes y otras después). Pero esto se acabó -y en ello reside el más alto potencial metafísico de la red. 

 
¿Qué es lo más característico de la "situación conversacional" que se produce en la red -situación que no hemos dudado en calificar de singularísima? Su peculiar coktelería de publicidad / privacidad. El hecho de que se ofrece como lugar de dominio público -en un momento en que lo público ha resultado desactivado, engullido por la presión del media y la industria del espectáculo- en el que tanto puede accederse como proyectar desde la extrema privacidad de la propia experiencia. 
El atractivo de la red para el sujeto de experiencia reside justamente ahí -y ello connota la forma en que los sujetos se expresan, mantienen su singular forma de "conversación", a la vez privada y pública. Por un lado, ofrece la experiencia -sustraída en las sociedades contemporáneas- del dominio público, del ágora en que encontrarse y dialogar, ante los muchos, con el otro. Pero al mismo tiempo, permite que se acceda a ese lugar -ya como mero receptor o espectador, ya como emisor- en plena reserva de la privacidad, en pleno contacto con lo singularísimo de la experiencia propia. 

 
El que habla en Internet -o el que escucha- lo hace con esa doble pasión. Por un lado, la del que se dirige en público a un otro cualquiera. Por el otro, la del que a la vez oye resonar en el eco de su voz el sentimiento profundo de la soledad singularísima de su propia vida, de su propio espíritu, de su propio mundo de experiencia. 

 
La cuestión del secreto es, por todo ello, clave. Pero no para preservar o la identidad de los miembros o la naturaleza de la sociedad que forman -esporádicamente. Sino para precisamente preservar el más importante de los secretos que la red guarda: que carece de alguno. 

  
El rito de iniciación es entonces -y al contrario del clásico que confabula al que se introduce en la sociedad secreta- el último en el que el participante posee un nombre propio. A partir de ello, el sujeto puede circular libremente sin nombre, sin responsabilidad pública -su movimiento es secreto, privado. La autopropaganda que la red se hace depende de este poder ofrecer plenas garantías de secreto, de privacidad -para el que observa, pero no para lo observado. 

  
La red hace al mundo trasparente, lo vacía por completo de secreto -y el hacker, como nueva figura del sabio más subversivo, se encarga de asegurar la penetrabilidad de todo lugar. No hay forma de encriptación o clave de seguridad que impida la más absoluta trasparencia. Todos los datos, todo el saber del mundo, son asequibles a esta nueva encarnación del Espíritu Absoluto -a este nuevo avatar de la Enciclopedia del mundo, que es la red. 
A cambio, ella debe asegurar -y aunque al hacerlo mienta- la plena anonimia del que la recorre. 

   
La multiplicación de instrumentos de seguridad, de dispositivos de certificación de la garantía de privacidad ofrecida por los lugares recorridos, es entonces vital. 
El que recorre la red -el que lee- es un nadie. 
Y el que escribe -un ser ficticio, siempre inventado. De ahí que en la red todo sean pseudónimos, alias, heterónimos, falsos nombres propios. 
 
 
"Navegar es necesario, vivir no es preciso". El que fuera célebre lema de los argonautas lo es hoy, y con más razón, de todos esos innumerables personajes sin rostro que, en las noches muertas de sus vidas, recorren cada día la red. 

 
En cierta forma, la red restaura algunos sueños de la infancia. Ese poder recorrer los infinitos pasillos de un castillo interminable -del hogar propio, cada rincón de su jardín, cada estante de la cocina, cada cajón secreto de cada mueble en el desván ...- sin llegar nunca a un punto final. En la red cada cual explora el secreto del tesoro escondido, seguro de poder encontrarlo. 
Es en el aplazamiento infinito del encuentro -que nunca suspende el sueño de poder alguna vez realizarlo- donde la aventura del paseo por la red se alimenta. Ilimitadamente. 

  
El circular en la red no tiene que ver con el hallazgo, con el descubrimiento de la verdad. Sino, justamente al contrario, con la experiencia de la pura búsqueda, del desencuentro. Con la experiencia de la interpretación infinita, de la lectura interminable, que la red alimenta constituida como máquina de multiplicación de las lecturas, de la proliferación de los textos y los signos. 

 
Es iluso pensar que la red tiene que ver con la comunicación, ni siquiera con la información. No es cierto que existan dos redes: la red oficial nacida al socaire de los intereses de una industria institucionalizada del saber -Academias, Bibliotecas, Universidades, Centros de Investigación, ...- y una segunda "antired" rizomática que procura una relación transversal y diseminante con los mismos objetos del saber, con los mismos contenidos de la información. 
Insensato quien busque "información" o saber en la red. La propia naturaleza del medio sabotea cualquier pretensión diurna de relación con él. Todo conocimiento puesto en la red hace rizoma, se despliega y disemina imparablemente, se desborda en su conexión incontrolada con otros lugares, con otros saberes. Imposible ignorar que cualquier información, que cualquier contenido de significancia, ha de ser leído a través de otro. 
La red es el mapa mismo de una diseminación de los saberes que, en su intratable obesidad contemporánea, hace inverosímil cualquier pretensión de abarcamiento, de centralización. 

  
Es por ello que no cabe plantear frente a la red un horizonte político que se defina en los términos de alguna "ética de la comunicación" -digamos una cierta "democraticidad del nuevo orden informativo" o cosas parecidas. El significado político de la red está en el reconocimiento de que su propia naturaleza impulsa en cambio una "ética de la interpretación" -o, para ser más preciso, de la "irreductible multiplicidad de las interpretaciones". 
El potencial político de la red reside justamente en su capacidad de subvertir cualesquiera pretensiones de veracidad de la comunicación o la información, para mostrar que la condición misma de todo efecto de significancia es la de meramente entregarse -inacabado- al infinito juego de todas las lecturas posibles, de todas las interpretaciones posibles. 

  
La red es, entonces y siempre, antired. Es el espejo invertido del exhaustivo condicionamiento de los mundos de vida contemporáneos por las industrias de la comunicación y el espectáculo. Es su contrafigura subversiva: donde aquélla produce -o pretende que produce- "información", "realidad" o "comunicación", ésta en cambio sólo revoca toda pretensión de "realidad", nos conduce si acaso al reconocimiento de lo "poco de realidad" que, como sujetos de experiencia en el mundo contemporáneo, nos corresponde usufructuar. 
Es por ello que la red alimenta -tanto- nuestra melancolía. 

 
No podemos ignorar, en todo caso, la fuerte inversión que las grandes corporaciones del mundo de la comunicación realizan en la red -ni consecuentemente el peligro de instrumentación y mercantilización a ultranza del medio que ello conlleva. 
Pero equivocan su camino. Sólo puedo imaginarme algo tan idiota como leer el periódico en una página web -o atender a través de ellas a un noticiario informativo: pagar por ello. 

 
En sí misma, la existencia de la red es testimonio de las trágicas insuficiencias que frente a las industrias de la comunicación experimenta el ciudadano de nuestros días. No encuentra en ellas -casi nada de lo que de verdad le interesa. Y mucho menos encuentra en ellas -la posibilidad de expresar lo que de verdad le interesa. 
La red es el grito de rebeldía irrevocable que una humanidad silenciada en lo que le importa eleva minuto a minuto -frente al insultante mandarinato contemporáneo de los periodistas. 

  
Si el pensamiento de una "antired" nos resulta irrelevante -por el hecho de que creemos que sólo hay ella: la que se le superpone tiene sus días contados- en cambio nos resulta en extremo interesante toda idea de "intrared". 
De hecho: el efecto de "globalidad" de la red no podría nunca realizarse bajo una figura de universalidad que supusiera denegación de las diferencias -sino justamente expresión irrevocablemente multivocal de ellas. Es por eso que la idea de una sola red global, de una macro-red, repugna en el fondo al carácter subversivo -mestizo y multicultural- que caracteriza su naturaleza. Sólo a costa de pensarla como "red de redes", por tanto, puede hablarse de la web

 
Lo que en la polifonía anárquica de la totalidad estallada de las infinitas voces es mero ruido, se convierte en diálogo e inteligencia cuando el scoop se centra, cuando el coro de las voces se modula. Lo que para la comunidad universal -para la red global- se da como final sumando la mera redundancia, la descomunicación -para las microcomunidades e intraredes que en ella reverberan se da, en cambio, como nítida y espléndida pertinencia. 
Una comunidad de microcomunidades, una red de intraredes. Todo el efecto de pertinencia política -y todo el valor de producción de significancia- atribuible a la red pasa por esa capacidad de activar lo micro, incluso lo meso, dentro de un paradigma global, ilimitado -en el que todo efecto de identidad queda en suspenso. 

  
"Pues si los hombres, en lugar de buscar todavía una identidad propia en la forma ahora impropia e insensata de la identidad, llegasen a adherirse a esta impropiedad como tal, a hacer del propio ser-así no una identidad y una propiedad individual, sino una singularidad sin identidad, una singularidad común y absolutamente manifiesta -si los hombres pudiesen no ser así, en esta o aquella identidad biográfica particular, sino ser sólo el así, su exterioridad singular y su rostro, entonces la humanidad accedería por primera vez a una comunidad sin presupuestos y sin sujetos, a una comunicación que no conocería más lo incomunicable. 
Seleccionar en la nueva humanidad planetaria aquellos caracteres que permitan su supervivencia, remover el diafragma sutil que separa la mala publicidad mediática de la perfecta exterioridad que se comunica sólo a sí misma -ésta es la tarea política de nuestra generación". 
G. Agamben, La comunidad que viene. 

Se trata entonces de explotar las posibilidades que la red ofrece de establecer formas flotantes de comunidad -que vendrían a expresar únicamente "momentos de comunidad", vectores específicos de una comunidad de intereses, de preocupaciones o de deseos, momentáneas e inestables líneas de código estabecidas en los flujos libres de la diferencia. 
No alguna comunidad regulada por efectos de identidad -étnica, cultural, política: nada de estado o aún de individuo- sino meras comunidades fluctuantes reguladas tan sólo por la instantánea y efímera expresión de efectos de diferencia -comunidades trans-idénticas, mestizas, multiformes y pluriculturales desde su misma base. 
En ellas, no habría más "sujetos" o individuos -sino el circular de puros efectos de identidad, dispositivos y máquinas de producción de la subjetividad-: meras expresiones de la diferencia libre. 
En la fuerza de esa doble puesta en evidencia, también la red podría hacerse anuncio de "la comunidad que viene". Forzándonos a despertar del delirio despotizador de un sistema ya milenario, ella podría en efecto constituirse en su más tremenda pesadilla -y por ello, el más dulce de nuestros sueños.